miércoles, 6 de junio de 2007

Qué dicen de su obra I

Reseña sobre la Exposición de HUMBERTO DE JESÚS VIÑAS en La Habana

Por Gregorio Vigil-Escalera Alonso, en Madrid, 30 de Enero de 2006

Dicen que la paleta de un pintor es su espíritu, su alma. Nunca mejor dicho en el caso de Humberto, que deposita en sus manos y en sus ojos la vieja sabiduría de la pintura, la que se decanta paulatinamente a través del tiempo, hasta llegar a esta exaltación barroca del movimiento y de las onduladas y misteriosas formas que nos proponen cuerpos, ojos, rostros, manos, y esos pequeños habitantes del lienzo que son las casas, las moradas de esos personajes que salen de ellas para transmitirnos ¿el qué?. Y también su pasión, la que pinta en sus sueños, la que duerme en sus manos y en su mirada. Lo conozco, por eso lo puedo afirmar.

Y hablamos de la misma sabiduría de que era genial poseedor Leonardo Da Vinci, de ese ascendiente del pintor sobre el espíritu de los hombres, que puede inducir al amor y al enamoramiento con un cuadro que no retrata a una mujer existente en la realidad. Humberto retrata la belleza de unos cuerpos, de unos seres que somos nosotros, que se comunican entre ellos y con nosotros, que no sólo tienen un color sino muchos para expresar su abatimiento, su alegría y su dolor, pues es en esa minúscula casa, pululante al fondo o delante de la tela, donde uno nace, ama, convive, engendra, come, duerme, descansa y muere.

El secreto de esa sabia traslación de lo imaginado a lo plástico reside en la construcción de ese calidoscopio visual que se deposita en la mente de Humberto, conjugando la magia del color con la estructuración de espacios de geometría figurativa que desembocan en propuestas alegóricas que seducen, atraen y hasta enamoran. No lo puede evitar. Están ahí para eso, para que nos inviten a ser sus iconos.

No me gusta etiquetar esta obra, no es necesario, lo importante es si llega a donde se propuso, que no es desde luego un replanteamiento conceptualista, ni una revisión de tendencias vanguardistas -la mayoría efímeras y hasta horrendas-, ni nada por el estilo, es simplemente una reflexión y ejecución de un saber pictórico, basado en las inteligentes premisas que postulaba Matisse: composición, color, forma. E imaginación, inmensa imaginación.

Evidentemente, hay una temática de fondo que está presente, que ha guiado el trabajo del pintor, que lo ha obligado a unas exigencias, de libre interpretación, encaminadas a dotarle, dentro de su propio e íntimo lenguaje, de un marco de desarrollo gramatical. Pues bien, lo ha conseguido y de una forma sutil, creando un mundo de ilusión, de esperanza, de fin del sufrimiento que la urbe nos proporciona en su crueldad, en su indiferencia, en sus rectas y esquinas a pesar de que son obra del mismo ser que las construye y habita. Así nos lo señala esos rostros máscaras, esas manos y miembros en reposo, esas lunas, esos hogares de los que únicamente vemos su inocente dibujo. Y también trata de establecer con el espectador una relación de intimidad, son obras íntimas, para hablar con ellas en silencio (las flechas nos lo están requiriendo), pero hablando con los ojos que son la única manera de hacerlas nuestras

Podríamos extendernos más sobre las excelencias de esta exposición pero las palabras, en este caso, nunca podrán sustituir, en primer lugar, el equilibrio que se desprende de toda la exposición, su fuerza plástica, su belleza, en definitiva la culminación de un hacer que lleva muchos años madurando. Como el añejo que el gusta a él.

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